top of page
  • Foto del escritorClém

Nace Robin, relato de parto en casa

Actualizado: 19 ago

Agosto 2021


Siempre digo que mi segunda hija fue concebida, antes que por el deseo de ampliar la familia, por cómo nació su hermana mayor. Por mi necesidad imperiosa de parir, de PARIR LIBRE, de sanar y reapropiarme mi cuerpo tras tanto maltrato. Y su nacimiento cumplió justo y exactamente esta función.


Dentro de pocos días cumplirá tres años. Parece que fue ayer y, sin embargo, pasaron más cosas que en una eternidad entera ¡Cuánto crecimos juntas!


Mujer de parto, en la piscina, con su matrona, pareja e hija mayor




Decidir tener otro bebé


Mi primera hija nació por cesárea en medio de un torrente de violencia obstétrica e institucional. Tras su nacimiento, viví una depresión postparto bastante importante. Y aunque sentía la familia completa, pronto aparecieron las ganas de vivir otro parto, otro postparto, otra experiencia de la maternidad. Y este deseo se fue transformando, poco a poco, en una obsesión. Sentía que era lo que me faltaba, parir para terminar de sanar.

 

Un día, mientras mi hija mayor tenía algo como 16 meses, su padre y yo hicimos el amor y, mientras ocurría, sin darnos cuenta nos falló el método anticonceptivo: perdimos el condón. Spoiler, lo acabamos encontrando. Lo cuento con trivialidad, pero, en cuanto nos dimos cuenta, a mí me asaltó el pánico. Me había leído y creído las santas escrituras de la obstetricia occidental: para poder pretender a un parto vaginal después de cesárea, tenían que haber pasado al menos 18 meses entre la cesárea y el inicio del siguiente embarazo. También sabía que cuantas más cesáreas previas, más difícil conseguir la Compostela que me permitiría el acceso a un parto vaginal. Así que, definitivamente, no podía arriesgarme a quedarme embarazada tan pronto.

 

A las pocas horas, llamé a Valle, en pánico, para preguntarle sobre anticonceptivos de emergencia. No deseaba interrumpir este posible embarazo, sino que no quería quemar mis posibilidades de tener un parto vaginal. Y su respuesta fue la más valiosa que podía recibir, algo así como: “Mujer, 18 meses es una cifra orientativa, si te quedas embarazada a los 16 meses de tu cesárea, son pocas las cosas que tu cuerpo aún no ha tenido tiempo de hacer para poder tener un parto vaginal.” Se cayeron mis miedos, desaparecieron por completo: de quedarme embarazada, ella me acompañaría en casa en mi parto, no necesitaba desviar las aguas de su cauce, solo acoger lo que vendría.

 

No me quedé embarazada ese día, sino que tardé 3 ciclos más. Tres ciclos en los que, mi pareja y yo aceptamos que, si nos obsesionábamos con las ganas de vivir otro embarazo, parto y postparto hasta generarnos sufrimiento, lo mejor que podíamos hacer era ir a por ello.

 

No deseábamos, propiamente, tener otro bebé, pero ya que venía en el pack para conseguir lo anterior, sería bienvenido. Y así fue.

 

 

Mi embarazo, libre y feliz

 

Cuando supe que estaba embarazada, decidí de inmediato que sería un embarazo clandestino a ojos del sistema. Los fantasmas del trauma de mi anterior parto me gritaban constantemente que no volviera a meterme en la madriguera del lobo. Que no se me ocurriera decirle a ningún profesional de la salud que estaba embarazada. Sabía que, de sufrir otro robo de parto, no me lo perdonaría jamás.


Decidí entonces que no me iba a hacer ningún tipo de control. La única prueba que realicé en todo mi embarazo no fue una analítica o una ecografía sino solamente el test de embarazo que había comprado en farmacia al notar un retraso en mi ciclo.


Mentí a casi todo mi entorno diciendo que hacía seguimiento normal y todo iba bien. Llegué a mandar la foto de una ecografía que no era mía, encontrada en internet y cuidadosamente recortada, para tranquilizar a una amiga insistente. Lo hice para protegerme de opiniones y consejos no solicitados. Lo hice por salud mental y lo volvería a hacer sin dudarlo ni un minuto.


Esta ausencia de seguimiento no fue una cabezonería mía, un capricho o una irresponsabilidad sino todo lo contrario. Fue una de las decisiones más cuerdas de mi vida: dejar de delegar en otros, dejar de truequear mi salud mental y mi libertad contra respuestas inmediatas y supuesta seguridad. Fue asumir responsabilidades, informarme sin el paracaídas de que otro, con más conocimiento que yo, me salvaría de mis posibles equivocaciones.


Claro que Valle me guiaba y me ayudaba a entender lo que no me quedaba claro. Pero yo era el motor de mi aprendizaje, de mis investigaciones. Fue un empaparme profundo y consciente. Fue enfrentar mis temores observando detallada y minuciosamente cada parámetro. Fue reconectar conmigo misma, activando cada poro de mi piel, cada célula de mi cuerpo para detectar cualquier desviación de la normalidad.


Construcción de una yurta

Y me gustaría decir que mi embarazo fue súper fácil y libre de preocupaciones, pero no fue así. Tuve una recaída en viejos patrones de trastornos alimenticios y me pasé casi 4 meses del embarazo alimentándome únicamente de infusiones. Volví a fumar. Casi me pongo de parto, de 30 semanas, sin cobertura, en una tienda de campaña en medio de un valle perdido en la Rioja. Fisuré la bolsa, de 33 semanas, levantando materiales pesados mientras construíamos nuestro hogar…


Pero a pesar de estas preocupaciones, recuerdo esta época como una de las más felices de mi vida. Soberana de mi cuerpo, con la mente mucho más clara ahora que la tenía protegida de contagiarse con miedos ajenos. Decidí hacer “locuras”, de esas que te salen de las entrañas, suenan como el galope de un caballo en la playa, saben a salitre y viento en el pelo. Decidí reafirmarme en lo que era bueno para mí, a pesar de lo que dice esta sociedad. Liberarme en este embarazo fue el primer paso para liberarme, en otros muchos ámbitos.


Mi pareja y yo, tras buscar y no encontrar una casa para comprar y parir a salvo, decidimos construirnos una yurta, en la finca de Valle. Nos fuimos a nuestro primer rainbow, con nuestra niña que entonces tenía 2 añitos recién cumplidos. Decidimos abrir nuestra relación, vivir experiencias nuevas… Nos sentíamos vivos. Y es un sabor único y absolutamente inimitable. Fueron meses de libertad absolutamente exquisita.

 

 

Últimas semanas de embarazo


yurta recién construida para un parto en casa

El 26 de junio, montamos nuestra yurta. Pero no teníamos más que paredes, suelo y techo, sin ninguna comodidad. Así que nos pasamos el siguiente mes intentando ultimar detalles para que la casa estuviera lo más avanzada posible el día del parto. A finales de julio, teníamos muebles y apañamos una cocina de gas, pero seguíamos sin calefacción (no era urgente en esa época del año), no teníamos agua dentro de la yurta pero sí agua fría a escasos metros y no teníamos electricidad.

 

Recuerdo que, a todos nuestros familiares, desde el principio del embarazo les habíamos dicho que el parto sería entorno a mediados de septiembre (para evitar la presión social que había vivido en mi anterior embarazo al pasarme de la semana 42). Conseguimos mantener la mentira todo el embarazo hasta que..


En mi semana 36, estaban mi suegro y mi cuñado en la yurta, habíamos quedado para que nos ayudarán con la instalación eléctrica. La tarde fue intensa y muy poco productiva. Y tras tres horas de escucharlos debatir si era mejor fijar los interruptores vertical u horizontalmente, estallé, me puse como una fiera y les grité que me importaba una mierda si se ponían así o asá. Que sólo necesitaba tener electricidad en casa ya porque “A partir del lunes, estoy a término y el parto se puede dar en cualquier momento”.


Silencio.


Sabían lo mal que lo había pasado en mi anterior embarazo. Nadie dijo nada.


Pocas horas después, tenía electricidad en casa y, por ende, el calentador del agua también podía encenderse. Los interruptores, finalmente, se fijaron verticalmente. Y nosotros pudimos empezar a relajarnos y disfrutar de las pocas semanas que nos quedaban antes del parto.


mujer embarazada con la barriga pintada junto a su pareja e hija mayor | Dar a Luz

 

Justo una semana antes de nacer mi hija, por la noche, tuve contracciones. Estábamos cenando en casa de Valle, junto a otros amigos suyos cuando empezaron. Sabía que todavía no estaba de parto, pero me estresé un poco porque aún no habíamos probado la manguera para llenar la piscina. Valle decidió subir a la yurta con nosotros y mientras yo transitaba contracciones suaves e irregulares, ella y mi pareja se encargaron de montar la piscina y dejar la manguera preparada por si hiciera falta llenar la piscina en medio de la noche.

 

Yo me metí en la cama para dormir a nuestra hija mayor y mientras ella mamaba, las contracciones se hacían más intensas. Luego se durmió y me levanté al sofá para acurrucarme con mi pareja y darnos mimos. Las contracciones siguieron hasta que nuestra hija, pocas horas más tarde, se despertó. Al activar el cerebro para cuidar de ella, las contracciones desaparecieron y nos fuimos a dormir todos.

 

A la mañana siguiente, me sentí bastante avergonzada por los amigos de Valle. Yo sabía que podía pasar, que los pródromos son así, pero sentía que ellos no. Y me sentí ridícula al compararme yo misma con las típicas novatas de las películas, mareando a todo el mundo con sus falsas alarmas.

 

Este patrón se repitió las siguientes 6 noches: las contracciones empezaban al anochecer y se detenían al despertarse mi hija.

 

 

Inicio de parto

 

Pero el séptimo día fue distinto. Me desperté por la mañana cansada de esta sensación de: no voy a parir nunca. Y eso que solo estaba de 40 semanas y 4 días. Ese día me sentía molesta conmigo misma, incómoda en mi cuerpo. No tenía ganas de ver a nadie. Solo quería soledad. De hecho por la mañana se acercó un amigo mientras hablábamos, Valle, mi pareja y yo de esta sensación de querer estar para adentro. Valle salió de la yurta y le dijo que no quería recibir visitas.

 

Finalmente, a la hora de comer, salí de la yurta y me junté con Valle, Cris (una amiga vecina), el amigo de por la mañana, mi pareja y todos nuestros peques. Comimos todos juntos, a la sombra, pero yo apenas hablé. Estaba teniendo contracciones, leves e irregulares. No me molestaban las contracciones sino pasarlas con gente delante. Terminé de comer y les dije a todos que quería estar sola, que no pasara nadie a la yurta.


Me metí en la cama, la gata se tumbó conmigo, la perra al pie de la cama, y en medio del calor asfixiante de la yurta, escuchando el canto de los pájaros a través de la lona, empecé a hablar con mi bebé, en voz alta.

 

Le dije que estaba lista. Con miedos, pero preparada. Que sabía que él también se sentía abrumado. Pero que, juntos, lo íbamos a hacer muy bien, que seríamos un equipo fantástico, y que tenía muchas ganas de conocerle. Me quedé acariciándole y cantándole durante muchas horas. Y notaba como las contracciones iban cogiendo ritmo y algo de intensidad.

 

Sobre las 7 u 8 de la tarde, salí de casa. Medio en trance, pero con unas ganas tremendas de tener un rato con mi hija mayor. Sabía que ya no íbamos a tener muchos ratos privilegiados. Ella estaba en casa de Valle, con mi pareja. Entré y les dije algo como: “Me voy a caminar, me llevo a Valentina. Podéis venir si queréis, si no, me voy sola con ella.” Valle me miró con ojos sonrientes. Le pregunté qué pasaba y simplemente me dijo: “nada, se te ve distinta”. Y entonces me di cuenta de que estaba moviendo la cadera durante las contracciones, que a menudo desconectaba la mirada, que estaba empezando a meterme en mi parto.

 

Me fui de paseo, con mi hija en la silla y mi pareja acompañándome. Nunca me pareció tan lejano el bosque de la urbanización que tenemos en frente. Cada poco, detenía el carricoche, no podía seguir caminando y tenía que soplar durante la contracción. Al parar cada contracción, le decía a mi bebé: “dame más, la siguiente, más fuerte, hoy no paramos, vamos hasta el final”. Entre contracciones sentía una paz y una serenidad inmensa. Creo que no hablamos mucho, ninguno de los tres. No hacía falta para disfrutar de estar juntos. De camino a casa, vimos unas luciérnagas, creo que nunca las había visto antes, me hizo muchísima ilusión poder enseñárselas a mi hija.

 

 

La paz de la noche

 

Una vez en la yurta, me quise meter en la cama, pero nuestra hija se había ido a jugar con los hijos de Valle. Le dije a su padre que fuera a buscarla, necesitaba dormirla, poder sentir que se había acabado su día y podía despreocuparme. Bajó a por ella. A día de hoy, él me sigue prometiendo que no fueron más que unos pocos minutos. Pero, mientras estaba sola, tuve LA contracción, la que dice, “esto, ya no va a parar”. Y entonces, su ausencia se me hizo eterna.


piscina y luces tenues en una yurta, inicio de parto

Llegaron, dormí a Valentina y empezamos a acomodar el espacio. La piscina llevaba una semana inflada en medio de la yurta, simplemente abrimos el sofá cama, pusimos luces tenues, algo de música de fondo y encendimos incienso. Y avisamos a Valle que durmió a sus hijos y, al poco rato, subió.

 

Al principio estábamos despiertos los tres. Luego mi pareja se fue a dormir, aunque no sé muy bien en qué momento. Yo tenía mucho calor y cada poco sentía necesidad de salir al aire libre. Quería sentir en mi piel el viento suave que escuchaba contra la lona de la yurta.

 

Recuerdo que éste depositó una hoja diminuta en la mano de mi pareja mientras me abrazaba durante una contracción. Recuerdo que eran las Perseidas y ví una estrella fugaz. Valle me preguntó si había pedido un deseo e, incrédula, le dije: “No sé qué pedir, lo tengo absolutamente todo.” Recuerdo que ella mirara, sin poder creérselo, cómo comía en mi parto más de lo que había comido en mis 40 semanas de embarazo. Recuerdo intentar tumbarme en el sofá y necesitar apretar mi pubis durante la contracción, recuerdo movimientos de cadera que me avergonzaban un poco. Recuerdo una bolsa de agua caliente en las lumbares. Recuerdo mucha ternura.

 

Recuerdo una contracción muy fuerte y muy larga, de puntillas con los brazos apoyados en el lateral del sofá. Le dije a Valle con pánico que no bajaba, que no bajaba, que no paraba, que si iba a parar. Ella estaba tranquila.


Mujer abrazada a su pareja durante el parto | Dar a Luz

Tras esta contracción, le pedí que despertara a mi pareja. Tenía miedo y le necesitaba. Cualquier ayuda en este momento era bienvenida, sentí que no podía permitirme desperdiciar recursos. Se levantó, me abrazó y seguimos él y yo mientras Valle se iba a dormir un rato, en nuestra cama, junto a nuestra hija. Recuerdo haber bromeado: “Menos mal que parece que Valentina va a dormir una noche completa por primera vez en su vida, si no, igual, no me ponía de parto nunca”.

 

 

Amanecer intenso

 

De madrugada, la intensidad ya me impedía estar tumbada. No sé muy bien en qué momento, les dije que podían avisar a la partera que acompañaba partos con Valle, que yo ya sabía que no iba a parar, que podía venirse. Luego empezó a salir el sol y los pájaros empezaron a cantar, así que salimos de la yurta, a disfrutar del amanecer en las escaleras, delante de la puerta que daba al este. No sabía ya cómo ponerme: puntillas, cuclillas, arrodillada en la tierra… Ninguna posición era cómoda.


Mujer de parto, arrodillada en la tierra durante su parto, delante de una yurta | Dar a Luz


Sabía que con la luz del día, el parto se podía frenar. Me entró miedo a la idea de que se parara y tener que volver a empezar otra vez más. Pero no ocurrió. Creo que Valle se fue a dormir otro rato porque mi siguiente recuerdo es de preguntarle a mi pareja si creía que me podía meter en la piscina. Piscina que, por cierto, se había llenado mágicamente, sin que yo fuera consciente, en algún momento de la noche. Recuerdo escuchar a Valle decirle, medio dormida, que no me metiera hasta tener mínimo 2 contracciones en un intervalo de 10 minutos. Cuando él se acercó para decírmelo le pregunté: “tengo muchas contracciones, ¿cada cuánto las tengo?” Y estuvo apuntándolas un rato.

 

Esperaba la llegada de mi amiga partera. En mi primer parto, había tenido un momento muy bonito, hablando con ella en la piscina justo antes de llegar la policía y no quería meterme sin que ella estuviera presente. Pero no llegaba. Después supe que su coche no arrancó esa mañana y tuvo mil peripecias hasta poder salir de casa.

 

Pero en ese momento, yo estaba desesperada. Recuerdo resignarme y pensar: ya llegará, pero yo necesito meterme en el agua. Y mientras levantaba una pierna para meterme en la piscina, discretamente y mágicamente, abrió la puerta de casa, con una sonrisa deslumbrante. Me puse a llorar de la emoción, me acerqué a la puerta y nos dimos un largo abrazo. Ahora sí, podía meterme en la piscina, serena.

 

Poco después de llegar la partera, o puede que a la vez, Valle se levantó. Me sorprendí de que mi hija durmiera tantas horas. Entré en el agua. Primero sola, luego se metió mi pareja conmigo.

Piscina de parto con flore | Dar a luz


Estuvimos un buen rato, hasta que se despertó mi hija. Cuando abrió los ojos, miró a su alrededor, la abracé y me preguntó ilusionada con su vocecita de bebé “¿Parto?” Le sonreí y ella lo entendió, se llenó de alegría y empezó su maravilloso acompañamiento. Ella hizo un dibujo para el bebé, salió a buscar flores que puso en la piscina, jugó, se entretuvo, y se movió a mi alrededor con alegría y normalidad.


hija mayor abrazando a su madre de parto | Dar a Luz

 

 

La tormenta de las dudas

 

Mujer de parto y su amiga matrona en la piscina | Dar a Luz

Después de acompañarla en su despertar y desayuno, me volví a meter en la piscina, esta vez, con Valle. Ya la intensidad era muy grande. Luego se metió también mi pareja. Estuvimos un buen rato, los tres en el agua. Me sentí muy querida, muy arropada, muy libre.



Pocos meses antes, iniciamos un trio. Valle siempre fue muy clara respecto a lo que sentía por nosotros. Nos quería mucho, pero éramos amigos. Yo, en cambio, estaba enamorada desde antes de nacer mi primera hija. Todas las cartas estaban encima de la mesa, con comunicación clara y sin tabú. Yo siempre me sentí feliz y afortunada de recibir de Valle lo que ella quería compartir conmigo.

 

En esta etapa de mi vida, me sentía la mujer más afortunada del planeta. Vivía con mi marido, del que estaba enamorada. Estaba a punto de vivir el parto que tanto había esperado. Construíamos un gran proyecto de vida, con casa nueva y pequeña comunidad incluida, a escasos metros de la mujer de la que llevaba años enamorada. Íbamos a criar nuestros cachorros en tribu, con ella y otra familia amiga. Todo era abundancia. Y poco después, empezaríamos a liarnos. De una manera inesperada, espontánea y absolutamente preciosa.

 

Vivíamos esta aventura en secreto y, pocas semanas antes del parto, nombrando la posibilidad de besarla durante el parto, Valle había sido muy clara: su compañera de trabajo no podía enterarse, así que, con ella presente, no ocurriría. Vale, mensaje entendible. Mensaje recibido y aceptado.

 

Pero en la piscina, transitando contracciones, me mira a los ojos, con este rubor tan suyo cuando tiene en la mente una idea divertida y me dice:

 

“¿Quieres que te toque?

-¡¿Qué?!

(susurrando)

-¿Quieres que te toque?”

 

Lo había escuchado bien, no eran alucinaciones mías. Con su compañera de trabajo y mi hija presentes en la yurta, me acababa de hacer esta propuesta. No tuve que pensármelo. En realidad, no fui capaz de pensármelo. Fue volver a mirar sus ojos risueños y encenderme. Claro que quería sentir una vez más como ambos me llevaban al éxtasis. Con estos dos, había vivido mis mejores experiencias sexuales. El resto del mundo no pesaba frente a este placer, simplemente desaparecía.

 

Mi pareja y ella se las apañaron para que Luis (teniendo toda la legitimidad del mundo para tocarme íntimamente durante mi parto, si tenía mi consentimiento) quedará más expuesto a las miradas que nosotras dos. Fue la oportunidad perfecta de comprobar que los gemidos de parto y los de placer son perfectamente confundibles.

 

Me giraba para besar a Luis, a ella la miraba a los ojos, o mejor dicho a los labios y al lunar de su cuello. Con ganas de devorarla a besos, de saborear su piel, de enredar mis dedos en su pelo. Con ganas de que todos mis sentidos quedasen rebosantes de satisfacción. Pero su compañera cogió la cámara y nos sacó fotos. No me atreví. Por discreta que fuera ella, por sumergida que estaba yo, por lo bien que mis gemidos pasaban por contracciones, si la besaba, quedaríamos muy en evidencia.

 

No sé cuánto tiempo estuvimos, creo que relativamente poco. Y es que, aunque lo estaba disfrutando muchísimo, mis manos empezaron a cerrarse, como me venía pasando desde hacía unas cuantas semanas: con cualquier penetración, me entraba tetania. Le pedí que parara. Estaba regodeándome en el morbo, estaba acercándome al clímax, estaba FELIZ y deseando que siguieran. Pero tenía miedo: tenía que parir, no quería hacerlo con tetania, o peor, que no sucediera, por tetania.


Mujer de parto con su pareja y amiga matrona en la piscina de parto | Dar a Luz

 Paramos, con sonrisas en las caras. Mi hija siguió jugando a su bola, nadie se enteró a pesar de nuestras miradas cómplices y de nuestros mensajes con doble sentido. Las contracciones seguían igual de intensas, el parto seguía su curso, mis manos recobraban poco a poco movilidad.



Pero empezaba mi desesperación. El dolor era muy fuerte y sentía que me estaba estancando. También me sentí agotada… Valle, que nunca realiza tactos en los partos, accedió a hacerme uno. Primero me dijo que tenía un reborde, y me preguntó si quería que lo empujara. Le dije que sí. En la siguiente contracción le pedí que sacara los dedos, me resultaba demasiado doloroso. Después de la contracción le pregunté si lo había conseguido. Me dijo que no, y que, de hecho, estaba de menos centímetros de lo que creía.

 

“¿Cuánto?

-¿Qué más da? Solo es una cifra.

-¿Cuánto?

-Esto no te da ninguna información, no hay prisa, lo importante es que avanza, a tu ritmo.

-¡Valle! ¿Cuánto?

-7.”

 

Silencio. 7cm, la misma cifra, exactamente, que en el tacto que me había hecho 2 años antes, en mi anterior parto, en el hospital, antes de desdilatar a 4 cm a la mañana siguiente. Miedos. En mi cabeza pasan mil cosas : ¿Y si tenían razón? ¿Y si yo no dilato más que esto? ¿Y si no valgo para parir? Valle me preguntó: “Y ahora, con esta información, ¿qué quieres hacer?” Quiero parir, no quiero ir al hospital, no quiero que tengan razón. Decidimos salir todos de la piscina.


Mujer de pie, de parto, acompañada por su matrona | Dar a Luz

 

Fuera del agua, las contracciones son aún más insoportables, quiero ir al baño, no lo consigo. Tengo demasiado calor. Fumo. Camino. Gimo. Doy vueltas y me siento atrapada en este cuerpo de parto que no acaba de parir. De repente, se me ilumina la mente:


-“Hoy es viernes, ¿verdad? ¡Hoy es el día de la consulta grupal de embarazo!

-¿¿¿En serio vas a bajar a la consulta en medio de tu parto???

-¡No! Pero A. estará de camino a la consulta, decidle que quiero que venga, quiero verle, quiero que traiga energía nueva a este espacio. Quiero que me ayude con una sanación con sus manos.”

 

A. era el amigo que no había querido ver la mañana anterior. Era un amigo que empezaba a acompañar partos y al que había dicho, pocas semanas antes, que no quería tenerle presente en mi parto porque prefería vivirlo en intimidad. Le llamaron y se emocionó, estaba efectivamente en el coche, de camino.

 

Mientras le esperábamos, recuerdo haberle dicho a Valle: “Por favor, dime que éste es el momento en el que cualquier mujer pide la epidural en vena”. Me encantó su respuesta acompañada de una carcajada: “No mujer, ¡este momento ya pasó hace un buen rato!”. Le dije que empezaba a entender lo que significaba un traslado por agotamiento materno, me trajo un yogur y unos dátiles.

 

 

Atardecer ardiente

 

Cuando A. llegó, sabía que Valle se iría a descansar. Le pedí por favor que, antes, escuchara el latido de Robin. Sin saber si iba a ser niño o niña, pronuncié su nombre en voz alta por primera vez.

 

Antes del parto, les había pedido que no lo hicieran, que no escucháramos el latido. Valle tuvo reticencias, inicialmente, pero luego me entendió: No iba a trasladar al hospital, bajo ningún concepto. Ella me había propuesto escuchar el latido sin decirme nada. Esta opción no me valía, no quería que reposara en ella la responsabilidad de saber qué hacer/decir/anticipar en caso de escuchar que algo iba mal.


El único motivo por el que accedería a trasladar, era si mi propia vida corría peligro, pensando en no dejar a mi hija mayor huérfana de madre. Y esto, no nos lo iba a decir el latido del bebé. El trauma del parto anterior era tal que me sentía más preparada para acoger la muerte de mi bebé que otra cesárea.

 

En ese momento, tuve ganas de saber que todo iba bien. Creo que presentía que venía lo intenso. Valle lo escuchó, todo iba bien y se fue a dormir. Mi amiga partera se llevó a mi hija a dar un paseo en carricoche para que durmiera la siesta. Poco después, Luis también se fue a dormir. A. empezó a hacerme la sanación y ya todo se vuelve borroso.

 

Recuerdo un dolor insoportable. Recuerdo llevar un dátil a la boca, empezar una contracción y tener que escupirlo en el acto. Recuerdo estar sentada en una pelota de pilates que no sé de dónde salió ni cuándo llegó. Recuerdo gritar de dolor durante la contracción y caer en coma nada más que terminara. Hasta despertarme con la siguiente. A penas consciente del riesgo de caerme al suelo, confiando en que A. me cogería antes de caerme o rindiéndome a lo que tuviera que pasar.

 

En algún momento, me ofreció meterme en la piscina. Dije que sí. Pero creo que pasó un tiempo antes de que lo consiguiera hacer. Vi que mi amiga partera había vuelto, que mi hija estaba durmiendo. Y no sé cómo, finalmente me metí. Sentía ganas de vomitar en cada contracción y, de repente, sentí ganas de empujar, eran unas ganas todavía tímidas pero inconfundibles.

 

Les pedí que fueran a buscar a Luis, llegó muy pronto y se metió conmigo en el agua. Él decía que tenía frío. Yo solo quería que añadieran agua fría a la piscina, me moría de calor. Me asusté cuando mis dedos se encontraron con algo enrollado en el agua, pregunté si era el cordón, mi amiga partera me tranquilizó: eran las membranas que se habían rasgado y enrollado sobre si mismas.

 

A los pocos minutos, dije que también quería que estuviera Valle. Ella me preguntó durante una contracción si sabía qué día era. La oí pero era incapaz de responderle. Cuando pasó la contracción le dije que ni idea. Me respondió “Viernes 13, como yo, yo también nací un viernes 13”. Creo que no le respondí en voz alta, pero en mi mente, claramente se formuló lo siguiente: “¡Qué va! Viernes 13 significa que estoy de 40+5, parí a Valentina de 42+5, ¡me faltan todavía 15 días antes de terminar de parir!”

 

Estaba entrando en una especie de delirio donde el dolor se mezclaba con las respuestas irónicas o sarcásticas a las que siempre acude mi mente en mis momentos difíciles. Lo siguiente que recuerdo son flashes breves: “¡Como me hagas otro te mato!” ,“Creo que he visto una gota de sangre en el agua”(Luis),  “Se me van a desencajar las piernas”.

 

También recuerdo que me impactara mi propia voz en los pujos. Tanto que les pedí a todos que “empujaran” conmigo. Mi hija se asustó y lloró unos minutos, pero conseguimos transmitirle tranquilidad.

 


Conocerte y renacer

 

Los últimos minutos fueron absolutamente increíbles. Necesitaba mirar a alguien a los ojos, sin parpadear, a quién fuera. Necesitaba conectar con otras almas, lo necesitaba profundamente. Contracción.


“-Valle, ¿tienes cara de preocupación?

-No, solo estoy cansada. Está todo bien.”


Contracción.


“¡No puedo no empujar!”


Me asustó la fuerza de mi cuerpo. La sensación era tan intensa que tenía la impresión de que alguien o algo estuviera tirando de mi bebé desde fuera, como si un tractor lo estuviera remolcando. Literalmente es la imagen que me venía a la mente. Otra contracción.


“-¡Quema!

-Recuerda que…

-¡¡¡Ya lo sé!!! ¡Si sale en 5 contracciones, mejor que en 3!”


Soplé, soplé todo lo que pude, pero era imposible, mi cuerpo estaba empujando a mi bebé. Puse mi mano para retenerle, pero no lo conseguí, grité “¡Valle, las manos!” y antes de que pudiera recorrer corriendo el metro que nos separaba, ya había salido la cabeza entera. Grité: “¡Fuera, fuera todos!” y todos se apartaron rápidamente, menos Valle que había agarrado inconscientemente. Yo que había pedido no estar sola en ningún momento de mi parto, en ese preciso momento, sentí un agobio horrible. Como si me faltara el aire.

 

Valle me susurró que la cabeza ya estaba fuera, yo ya me había dado cuenta. Antes de mi parto quería prestar especial atención a este momento en el que mi bebé estuviera entre dos mundos, a la vez fuera y dentro. Pero en la realidad, no fui capaz, sólo tenía la mente en blanco, en modo supervivencia, centrándome para respirar y mantener activas mis funciones vitales, como si todavía tuviera que aguantar horas de parto.


Llegó la siguiente contracción, igual de intensa pero, de repente, se detuvo: había salido. Todo su cuerpo entero. ¿Dónde está? Encontré el cordón lo seguí con los dedos y saqué mi bebé del agua.


Mujer, pareja y bebé recién nacida, en la piscina de partos | Dar a Luz

Lo coloqué en mi pecho y tardé unos segundos en empezar a aterrizar, en volver a habitar este cuerpo nuevo recién renacido, en salir de mi estado de asombro absoluto. Mi bebé respiró rápidamente. Miré incrédula a mi bebé y a mi alrededor. Escuché a mi hija mayor, de fondo, gritar ilusionada y sorprendida: “¡Mira Mamá! ¡¡¡Un bebé!!!” Me reí, con total inocencia, ella tenía muy claro que estaba de parto, pero no se esperaba que llegara un bebé. Observé a este bebé. ¡Una niña, Robin era una niña! Súper rubia, de ojos azules. Cubierta de vérmix. Perfecta.

 

De repente vi el color del agua, muy roja. Estaba tranquila pero ya queriendo salir de la piscina. Lo cual me requirió un esfuerzo mental enorme. No sabía cómo salir, sostenerme en pie, sostener a mi hija, no caerme y no derramar agua y sangre por todas partes. Objetivamente no fue para tanto, pero en el momento, sí me lo pareció.

 

Me senté en la silla de partos y ahí, el escozor no dejó lugar a dudas: tenía un buen desgarro. Estaba súper incómoda en esta silla. Tuve un sangrado con un coagulo especialmente grande, luego salió la placenta, la cogí en mi mano con una sola obsesión: sentarme en una silla que estuviera más alta para no sentir como la postura, casi en cuclillas, tiraba de mi desgarro.

 

Mujer en post parto inmediato, amamantando y hablando por teléfono | Dar a Luz

Una vez en la silla, puse la placenta en un recipiente a mi lado, agarré mi niña, la puse al pecho como si lo hubiéramos hecho toda la vida y dije mirando el reloj: “¿Qué horas es? Aún no son las 10, quiero llamar a mi madre.” Nos escuchábamos fatal y mi madre no pudo ni oír el nombre de mi hija, pero mi felicidad sí le llegó.

 

Tras la llamada, cuando el cordón dejó de latir, lo cortó Luis. Poco después le di a Robin y salí afuera. Encendí un cigarrillo que me supo a gloria y grité a todo pulmones y victoriosa: “¡¡Ya parí!!”, Barajé ir hasta la casa de Cris, pero me di cuenta de que tenía invitados. Y por mucho que me apeteciera compartir con ella mi alegría y presentarle mi segunda cachorra, me daba corte que me vieran medio desnuda, con un empapador lleno de sangre entre las piernas. Fue Valle a buscarla.


Bebé recién nacida, dormida en la cama | Dar a Luz

Luego me duché, revisamos mi vulva, curamos el desgarro y nos fuimos a dormir. No fue hasta la mañana siguiente, al ver esta preciosidad plácidamente dormida en nuestra cama, cuando me di cuenta de lo que había pasado. Había tenido un parto vaginal después de cesárea. El viernes 13 de agosto de 2021, a las 21:37, con 2,960 kg y 50 cm, había nacido nuestra segunda hija. Robin nació libre, en el calor de nuestro hogar, tras un embarazo empoderador, en un parto intenso y sanador. Por fin amaba a mi cuerpo y me sentía capaz de cualquier cosa.

 


Clém, Agosto 2024

101 visualizaciones0 comentarios

Entradas relacionadas

Ver todo

Comments


bottom of page