Marzo 1990
Este es el relato de parto de un bebé que ahora ya es un hombre. De un parto que acompañaron mis padres, María y Valentín. Uno de los muchos que tuve el honor de presenciar en mi infancia. Uno de los muchos que me ayudaron a saber que ésta era mi profesión, y a confiar en la sabiduría de los cuerpos de parto, empapada por la confianza que mi madre y mi padre me transmitieron.
Valle, Junio 2024
La forma más hermosa de nacer
Vengo de acompañar a una pareja que quiso tener a su hijo en casa. Estábamos en el campo, en una yurta y durante el parto aparecieron aguas meconiales. Ante este hecho el médico que atendía el parto, mi amigo Valentín, decidió que había que ir al hospital.
Salimos del bosque y nos separamos en dos coches: Valentín conduciendo y yo atendiendo a Carmen que estaba en su proceso. Por otro lado, Rafa y Eno, nuestro hijo de 3 meses y el marido de Carmen, Juan. Llegamos al hospital, nerviosos, ¡menudo cambio de escenario!, concienciados para no separarnos.
Carmen estaba ya en un momento muy avanzado del parto. Desde el principio nos dijeron que nosotros esperásemos fuera; la mujer embarazada por un lado, Juan y yo por otro. Nos agarramos del brazo y dijimos que no. Estábamos asustados.
Las enfermeras preguntaron por los papeles; mientras yo buscaba nerviosa en su bolso, le mandaron que se tumbase en una de esas horribles camillas ginecológicas. Ella dijo que aguantaba mejor las contracciones de pie, agarrándose a su marido. A las enfermeras no les pareció buena idea, eran normas del hospital, tenía que tumbarse en una cama para ir a la sala de partos. Carmen insistía en que no aguantaba tumbada, pero ellas decían que no había otra manera de ir a la sala de partos, así que se tumbó.
Yo les dije que era médico y quería estar con ella; me contestaron que debería saber que no podía entrar sin estar vestida de quirófano, pero yo no sabía nada, hacía tiempo que no estaba en un hospital, venía de otro mundo en el que las cosas no se hacían así. Pero allí estábamos y teníamos que adaptarnos. Encontré a un médico en el hospital al que conocía y le pedí ayuda; él, encantador, fue conmigo para tratar de que me dejasen entrar. No fue posible, al menos dejaron entrar a Juan.
Rafa, mi compañero, estaba con Eno que casualmente tenía que mamar, así que me rendí y nos quedamos esperando. Al poco tiempo salió Juan muy nervioso diciendo que lo habían echado porque habían tenido que hacer un fórceps, pero que el niño ya había nacido y se lo habían llevado a otra sala; que ya avisarían cuando los pudiésemos ver. ¡Era todo tan distinto de lo que habíamos imaginado!
En un parto en casa, el padre y la madre están juntos, son los protagonistas, se respeta la intimidad aunque haya otras personas. Aquí la separación se vive como algo desgarrador, cada uno por su lado y gente extraña que se enfada por pretender otra cosa. La vida nos ha dado una gran lección al traemos aquí. No sabemos qué hacer con nuestras emociones tan fuertes, tan absurdas, según la gente de este lugar. Vamos comprendiendo que lo más importante es que la madre y el niño estén bien, y lo están, parece ser.
Nos dicen que podemos ver a la madre. Recorremos pasillos interminables, laberínticos hasta llegar a reanimación. La madre está medio «zombi» por la anestesia y el marido tiene que verla a través de una ventana y hablar con ella por un teléfono que no funciona. Se vuelve loco cuando ella pregunta por el niño, él no sabe donde está ¿nadie lo sabe? Lo dejan entrar ante su actitud y se abraza, llorando, a Carmen. Luego nos dicen donde está el niño y de nuevo recorremos ascensores, pasillos, nos equivocamos y por fin llegamos. Una enfermera nos enseña a través de unos cristales (barreras y más barreras) al recién nacido.
Tiene una batita puesta, hay mucha luz; nos dice el peso, los datos y no sé qué, le da la vuelta y nos enseña al niño con un número en su espalda. El padre lanza un grito y se echa a llorar ¡Dios mío, es su niño y no puede tocarlo! Yo también lloro. La enfermera no entiende nada, consigo reponerme para decirle que es muy bonito, que muchas gracias. Poco a poco el personal se vuelve más humano, ellos tienen que atender a mucha gente, tienen unas normas y nosotros somos uno más ¿quién nos creemos?
La ginecóloga, compañera de facultad, me mira como una enemiga. Una matrona me sonríe y sonríe a mi nenito y me pregunta que como estoy con esa gente, que intentó tener el niño en casa. Le digo que por qué no, si cuando hubo riesgo vinimos. Ella reconoce que atendió muchos partos en casa. Dice que mi niño está muy guapo con sus grandes ojos y su sonrisa; siento ganas de decirle que nació en casa, pero callo. Estoy cansada de batallar. Ahora todo se humaniza, el padre más calmado da las gracias y sabemos que lo mejor es que están bien y que... ¡bendito sea el hospital!
Siento ganas de contar como nació ni niño. Está aquí a mi lado, risueño y juguetón. Se llama Eno. Yo me llamo Emily, tengo 36 años y él es mi primer hijo. Soy médico higienista. Mi compañero , Rafa, es profesor de Yoga y hemos tenido una Casa de Reposo en pleno campo, en un bonito lugar de Asturias, La Cobertoria, en Villaviciosa. Allí nació Eno, rodeado de amor, silencio y poca luz. Estaban para verlo nuestros amigos María y Valentín (amorosos seres ,médicos ambos que ponen todo lo mejor que tienen para atender partos naturales), su hija Valle de 3 años y Mariló (amiga) con su niño de 5 meses.
En estos tiempos de avances médicos, querer tener un niño en casa es como una herejía. La mayoría de las personas hablan del riesgo que corres, como si en un hospital todo estuviera garantizado. Yo quería que Eno naciera en casa, quería vivir conscientemente la gran aventura del parto, quería sentir el ritmo natural de las cosas. Sabía que María y Valentín estarían ahí con su experiencia y con su respetuosa actitud. Sabía que eran los mejores guías en este gran ritual de la vida.
Rafa y yo vivimos el embarazo llenos de ilusión. Por delante fue Mariló. Ya íbamos empapados de su experiencia. Mi gran choque fue hacia el 7º mes cuando tuvo que hacerme ecografía y análisis. La médico me riñó por no haberme hecho pruebas antes. ¡Era una inconsciente! Más todavía siendo médico... Expliqué que controlaba el peso, la dieta, la tensión (no dije cuanto queríamos a ese ser que estaba en la barriga...) pero era igual, su ceguera le hacía verme como una enemiga.
Yo también tenía miedo, un miedo indefinido a que el niño tuviera alguna deficiencia, porque según las estadísticas cuantos más años, ya sabéis, más riesgo de malformaciones o de partos difíciles o lo que sea. Y yo tenía miedo a que me aumentaran mis miedos. En otros momentos, la mayor parte, no había miedo sólo seguridad en que Eno estaba bien. Los análisis y la ecografía dijeron que todo estaba estupendamente y según pasaban los meses, las ganas de ver a Eno se hacían enormes. Al final me sentía muy pesada con mi gran barriga y me parecía que nunca se iba a acabar el embarazo.
Pero llegó el gran día. Los días anteriores había llovido pero ese día hizo un sol espléndido. Era primavera, el guindo estaba en flor. Hacia la 01:00 de la madrugada empezaron las contracciones, era la entrega de los óscars y vimos la tele. Estábamos contentos y nerviosos. Hacia la 9 de la mañana Rafa fue a llamar por teléfono a María y Valentín. María dijo que vendría a las 12, que aún faltaba mucho. Cuando llegó, las contracciones eran cada 10 minutos y se iban haciendo más fuertes. Nos sentamos al sol. Valle estaba jugando por allí y María tejía.
El cuerpo me pedía ponerme a cuatro patas. Respiraba hondo y trataba de relajarme cuando venía una contracción. Tiraba fuerte en los riñones. Había tenido diarrea por la noche; no sentía ganas de comer nada, solo beber agua. Llegó una carta de Esther de Sumendi en la que me decía que se alegraba mucho del nacimiento de Eno y de que estuviésemos bien. Por alguna razón alguien le había contado algo que aún no era cierto. Sentía ya mucha interiorización, tuve una contracción muy fuerte, me fui a un rincón, me tire en el suelo, en la yerba y me puse a llorar de emociones entremezcladas. En esos momentos nada está claro. Rafa llegó y me abrazó. Ya no sentía ganas de hablar y así durante un largo tiempo.
Aquello que se estaba dando no había palabras para describirlo, era muy fuerte. Hacia las 4 de la tarde llegó Valentín y me besó cariñoso diciéndome que todo iba muy bien. Ellos se fueron a comer y yo me metí en la bañera. Las contracciones eran ya muy fuertes, yo cerraba los ojos y canturreaba cosas que me calmaban. Hacia las 5 me dijeron que podía ir a la habitación, ellos habían colocado todo muy bonito. Valentín me hizo un tacto, tenía 6 cm. de dilatación o algo así. Ya las contracciones eran cada 5 minutos o menos y muy intensas. Me tiraba mucho, mucho en los riñones Valentín le dijo a Rafa como hacerme masaje, se dejaba caer con todo el peso del cuerpo sobre las manos y eso me aliviaba.
Y así fueron pasando las horas. Tenía mucho calor, estaba cansada, me dolían las muñecas de aguantar el peso del cuerpo. Las contracciones eran tan seguidas que no me dejaban sentarme para que Tino viese cuánta dilatación tenía. Yo ya no abría los ojos, ¡sentía aquello tan fuerte! y estaba asustada. No había «roto aguas», iba lenta la dilatación. Rafa estaba allí masajeándome sin parar. Sentía que no podía más, que si tenía que seguir así me iba a morir; aquello era muy fuerte, quería quejarme pero no había tiempo, tenía que respirar fuerte porque venía otra contracción.
Había silencio, mucho silencio, estaba completamente interiorizada. Hacia las 7 o las 8 llegó Mariló con Xicu. María me masajeaba las plantas de los pies, me relajaba. Se lo agradecía pero no podía salirme de «aquello». A veces estábamos solos Rafa y yo, a veces entraban ellos... apenas se hablaba. Las contracciones eran muy fuertes... ¡Rafa, Rafal! Recé, supliqué ¡Dios mío, no puedo más! Comencé a gatear hacia la puerta; Tino dijo ¿Dónde vas? Yo dije, consciente de lo cómico de la situación: «marcho, quiero escapar».
Y aquello desgarrador no me soltaba. Ya tenía 10 cm. pero no se había borrado completamente el cuello. Tino decía que faltaba poco; yo decía que no lo creía. A veces abría los ojos y le decía a Rafa cuanto le quería. Tenía mucho calor, mucha sed. Mariló me dio agua. ¡Cuánta sed! Los quería tanto a todos... pero no podía más, me iba a morir. No podía pensar en Eno, aquello tan fuerte no me dejaba tiempo para nada que no fuese sentirlo.
Por fin sobre las 10 de la noche, según supe luego, me dijeron que aquello se había acabado y que empezaba el expulsivo, que ya no tendría aquellas contracciones más. Por fin pude incorporarme de aquel estar a cuatro patas ¡qué alegría! Abrí un poco los ojos y pude hablar algo y no sé, no puedo recordar bien. Sé que me senté en una mesa bajita. Rafa se puso detrás para sujetarme. Ahora tendría que empujar cuando sintiese ganas. Mariló me abanicaba ¡qué bien aire fresco! Empujé cuando vino el «pujo» pero estaba muy cansada, no me esforzaba mucho.
Tino me dijo que tenía que contener el aire y empujar cuando viniesen las ganas. ¡Qué fuerte! Era como romperse. Todos me animaban ¡Venga Emily ya falta poco! Era como que empujaban conmigo. Estaba cansada. «Piensa en Eno» «Nace mi niño, nace por favor...» Tino dijo: tu niño va a nacer como los príncipes, con la bolsa íntegra. ¡Venga, que tiene que salir ya!
Y entonces se rompió la bolsa y un momento después empujé fuerte y de alguna parte de mi salió un grito muy ronco y largo que yo oí como alucinada y no sé cuantos segundos después Eno nació y por fin abrí los ojos para ver aquel maravilloso ser que lloraba y sentí como una enorme paz, una gran calma. Y Rafa lloraba emocionado y decía ¡qué nenito tenemos, qué nenito tenemos! Y el nenito nos meó, nos meó con fuerza un par de veces y todos nos reímos de su forma de empezar. Al fin lo veíamos, veíamos su cara, su cuerpecito. Tenía una naricilla ancha muy graciosa y las orejitas separadas ¡qué simpático era! Y los ojos bien abiertos y estaba bien! ¡Estaba bien! ¡Cuánta alegría! María decía cosas poéticas, no sé qué cosas bonitas y Tino se puso a coserme, porque había desgarrado mucho. Eno era muy grande.
Allí estaba, era real. Algo tan soñado, por fin era real. Treinta y seis años tuvieron que pasar antes de verlo... y ¡cuánto amor sentía hacia aquellos seres que habían estado allí dándose totalmente! Me daba vergüenza saber que había dicho que no podía más... Pero eso ahora no tenía importancia.
Yo creo que el parto es un maestro del cual aún no he aprendido todo lo que tiene que enseñarme, pero sigo atenta... Eno es un precioso ser con unos ojos que te miran totalmente y una sonrisa que está llena de alegría. Una y otra vez me extasío ante ese milagro. Todo está bien, pero yo he preferido y ha sido posible que Eno naciera rodeado por seres de ojos que brillan intensamente, de manos que tocan suavemente, de voces que hablan bajito y de corazones que transmiten amor y sorpresa ante lo sagrado de un nacimiento, de cualquier nacimiento.
P.D. Me han contado partos más leves, también más graves. En algún momento pensé ¡qué suerte! de las que sufrieron menos. Ahora ya no siento así. Ese ha sido mi parto, como Eno es mi hijo. Cada una tiene el suyo, y los partos, como los niños, como la vida de cada uno, son diferentes y así es como debe ser. Todo está bien.
Emily, escrito en 1990
Publicado en el boletín Sumendi en 1992
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